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María Elena Walsh nació el 1.º de febrero de 1930 en la localidad bonaerense de Ramos Mejía. En ese entonces era una zona aún campestre, muy verde y apacible, rodeada de chacras y casas quintas. La estación de tren se había inaugurado en septiembre de 1858 y fue la primera parada ferroviaria instalada fuera de los límites de la actual Capital Federal. En 1923 ya se había electrificado el Ferrocarril Oeste en el tramo Once-Moreno, lo que permitía combinar con el subte hacia la Plaza de Mayo. El eslogan de esa época era: «Del subte al tren sin cambiar de andén». El desarrollo ferroviario era sinónimo de progreso.
Su padre, Enrique Walsh, que era hijo de inmigrantes de origen irlandés, trabajaba como jefe de contaduría de la línea Sudoeste. Era viudo, con cuatro hijos adolescentes, casado en segundas nupcias con Lucía Elena Monsalvo, una argentina, amante de la naturaleza, hija de padre argentino y madre andaluza. Juntos tuvieron dos hijas, Susana, la mayor, y María Elena, cinco años menor. Toda la familia vivía en un gran caserón con huerta, patios, gallinero, rosales, gatos, limoneros, naranjos y una higuera.
Voy a contarles lo que había
entonces en Ramos Mejía.
Había olor a tía, veredas de ladrillo con pastito y, tras la celosía, un viejo organillero con monito.
Y había por los caminos muchísimos fideos finos.
Había un cielo entero por donde navegaban las hamacas y leche que el lechero traía, no en botella sino en vaca.
Había lluvia en tinas y patios con ranitas adivinas, y una gallina clueca mirándonos con ojos de muñeca.
Había a cada rato un gato navegando en un zapato, y había en la cocina una mamá jugando con harina.
(«Fideo fino», Álbum Juguemos en el Mundo II, 1969).
A su papá le gustaba tocar el piano y cantar canciones de la tradición oral inglesa que había escuchado de niño. Fue él quien introdujo a la pequeña María Elena en ese cancionero popular y en los juegos lingüísticos que caracterizan el nonsense británico, una de las principales fuentes de inspiración de donde posteriormente ella tomaría el uso del absurdo como un recurso humorístico esencial de su obra.
Sus padres eran personas con una gran sensibilidad hacia el arte, la lectura, la música. María Elena creció un entorno de clase media ilustrada, rodeada de música, libros y películas del recién nacido cine sonoro, en los años dorados del musical hollywoodense.
Fue educada con mayores libertades con respecto a la educación tradicional de las niñas de la época, lejos del estilo Shirley Temple —ícono de la infancia en la década del 30, de risitas con hoyuelos y adorables rizos tirabuzones—. María Elena se desarrolló al margen de cursilerías sociales tales como las típicas clases de danzas clásicas y declamación.
Tempranamente ella marcó un distanciamiento ideológico de las expectativas y los estereotipos impuestos social y culturalmente para cualquier jovencita en esos tiempos.
A los 12 años ingresó a la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano de Buenos Aires que, a diferencia de la mayoría de los establecimientos de enseñanza secundaria de los años cuarenta, ofrecía una propuesta educativa algo más liberal.
A los 15 años publicó su primer poema en la revista El Hogar y en 1947, a los 17, antes de terminar de cursar en la Escuela Nacional de Bellas Artes, de donde egresó como profesora de Dibujo y Pintura, solventó con sus ahorros la publicación de su primer libro, Otoño imperdonable, que recibió el Segundo Premio Municipal de Poesía. El jurado se había excusado de no haberle otorgado el primer premio debido a que era demasiado joven. Este poemario, que reunía textos escritos por ella entre los 14 y los 17 años, inmediatamente llamó de la atención del mundo literario hispanoamericano por su estilo y madurez expresiva. Ese año fallece su padre.
La escritura comenzaba a dejar de ser esa práctica común, de carácter pasajero en la vida de cualquier adolescente, para a partir de entonces impulsar un significativo y decisivo giro en su futuro. A raíz del impacto que despierta su obra, María Elena comienza a frecuentar tanto círculos literarios como universitarios, donde se vincula con las figuras más encumbradas de la cultura nacional e internacional. Precozmente inicia su independencia y su alejamiento del hogar familiar.
Ella supo recrear y traducir un conjunto de múltiples influencias culturales —el sinsentido y el humor paródico inglés, el romancero español, el coplerío y el folclore latinoamericano junto con el music hall francés y americano— en un repertorio singularísimo y diverso, presente en la banda de sonido de la infancia de muchas generaciones de niños, y que perdurará como un tesoro familiar y afectivo altamente apreciado por todos nosotros.
Tutú Marambá es un duende brasileño feo y malo, según cuenta la leyenda. Se parece a nuestro 'cuco', al que por suerte ningún chico ha visto.
A pesar de estos pésimos antecedentes del señor Marambá, decidí, con permiso de ustedes, robarle el nombre para ponérselo a este libro. ¿Por qué? Porque suena lindo. ¿Por qué más? Porque quizás la amistad del Gato Confite, de la Vaca Estudiosa y de todas las buenísimas personas que viven en esta casa de papel, acabe por convertirlo en un duende inofensivo y juguetón con sonrisa de choclo.
Por lo tanto, si algún día ustedes andan por Brasil y oyen hablar de Tutú Marambá, no tengan miedo. No los va a asustar. Lo más probable es que los lleve de la mano por la selva, presentándoles a todo bicho viviente: monitos, lagartijas y papagayos.
María Elena Walsh
El árbol de guitarritas
En Portugal he visto un árbol florecido de guitarritas. Íbamos todos a cantar: arañas, sapos, señoritas.
Las ovejas, que son muy tontas, seriamente se las comían. El árbol las miró enojado con sus hojas de cartulina.
—¿No saben, no saben ustedes que la música no es comida? Son guitarritas de cantar, azules, verdes, amarillas.
Los bichofeos con solfeo y las sardinas con sordina, los caracoles con bemoles, cada cual con su musiquita.
El concierto desafinado se escuchó desde muy arriba, y a las nubes malhumoradas les dolió mucho la barriga.
Y pronto el árbol se quedó sin una sola guitarrita. Un árbol triste como todos. En Portugal. Y no es mentira.
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